Bueno esta vez si que me pasé. Ni he mirado la última vez que actualicé el blog. Mejor no hacerlo. Llegué, ya llegué a Buenos Aires y ahí me estaba esperando una dura vuelta al mundo laboral. Una traducción que me mantuvo atado a la silla durante el día, dejándome libre por las noches para que conociera las calles de una ciudad que en mi cerebro tomó el aspecto de Madrid.
Todo esto para decir que finalmente terminé la traducción y salí finalmente de día. ¿A dónde? Al cementerio. A la Recoleta. La Recoleta es un barrio, un barrio pijo, de casas de piedra con grandes puertas y porteros vigilándolas, llenas de tiendas de diseño y sin restos de perros por las aceras. Un barrio en el que las cosas cuestan más o menos el doble que en los demás barrios. De pronto mientras uno camina por sus calles llenas de policías y barrenderos, uno se encuentra con un muro antiguo de ladrillo, un muro sobre el que sobresalen ángeles de piedra y cúpulas arrasadas por el tiempo. En medio del muro hay una enorme puerta que da paso al cementerio. En la entrada hay un plano en el que se ven bien claras las calles y callejuelas, cortadas todas en ángulos rectos y creando figuras poligonales sobre el blanco del fondo. Una vez que se mete uno dentro toda esa ortogonalidad desaparece y uno se sumerge en un mundo retorcido y barroco en el que te asaltan los mármoles y los cristales, los hierros oxidados, las telarañas y las estatuas con alas y sin ellas.


















