Los pliegues de la imensa masa de montañas que conforman los andes peruanos esconden misterios que hoy en día siguen en muchos casos ocultos. Uno sólo se da cuenta de lo aislado sy recónditos que son los lugares que visita cuando ve como la carretera se tuerce y se retuerce, se torsiona de forma imposible para descender apenas unos metros en busca de una población, de un paso entre dos inmensos bloques de roca y piedra que un temblor, un apretón de placas hizo elevarse en un súbito impulso geológico. Esos pasos y esas montañas ya estaban pobladas cuando los españoles llegaron en su rápida expansión por los territorios que tan sorpresivamente habían arrebatado al Inca. En la región que se encuentra entre Celendín y Chachapoyas, entre el altiplano y la selva, vivían los chachapoyas. Un pueblo que se defendió con todo lo que tenía contra los incas, que se replegó a las cumbres nubosas de sus montañas y se atrincheró en sus fortalezas más allá de las nubes. Con la llegada de los españoles pensaron que aparecía una oportunidad para liberarse del yugo de Cuzco y se alzaron. Como se dice, pasaron de Guatemala a guatepeor. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde y sus intentos por recuperar su independencia fueron en vano. Finalmente sus fortalezas fueron derrotadas y la región en la que vivían quedó bajo dominio de los nuevos señores de la tierra.
De sus construcciones quedan restos, todos ellos alejados de los caminos habituales que surcan las montañas, escondidos entre riscos o distantes en las cimas de montañas, escondidos tras un velo de neblina. La más famosa de todas estas construcciones es la fortaleza de Kuélap. A unos 20 Km de Chachapoyas hay un grupo de casas junto a la carretera. Tingo se llama. Desde allí parte un sendero que primero sigue el curso del río y posteriormente comienza la ascensión. Uno sabe que en algún lugar de las alturas que contempla hay una ciudad fortaleza fantasma. Sin embargo no se ve por ningún lado. Por más que se sube y se sube la cima sigue inaccesible y la fortaleza invisible. Finalmente, al cabo de tres horas de pendiente, en lo más alto del cerro se divisa una muralla de piedra sobre la que surge un bosque. Dentro hay toda una ciudad. Una ciudad con calles comidas por la vegetación, con muros y casas redondas que ya no sostentan su techo cónico como lo hacían hasta que fue allanada por los españoles y abandonada en las alturas. El concepto de la ciudad es evidentemente distinto, no hay calles y los círculos de las casas se distribuyen de forma irregular siguiendo un patrón que ahora está oculto y cubierto por esa misma vegetación, bajo las pezuñas de las llamas que lo cruzan ahora. Aislado como está las ruinas son habitables, uno anda por ellas sin el límite de las cuerdas y las vallas y contempla los profundos acantilados de los bordes que antiguamente eran su protección y su razón de ser. Los trabajos de restauración son lentos y trabajosos, llevan ya muchos años y avanzan, pero tan lentamente que la mayor parte de las casas y las construcciones solo asoman la parte superior de sus muros. A la falta de medios se ha añadido ahora otro peligro. En la zona se han encontrado yacimientos mineros y gran parte de la región que incluye la zona arqueológica ha sido concedida para su explotación a una compañía internacional de esas que no se caracterizan precisamente por sus preocupaciones históricas. Bajo sus palas y taladros pueden acabar muchos de los restos que todavía esperan ser encontrados en los valles y cortados de la selva montañosa.
























