Cuando el cielo se encapota en Buenos Aires uno se echa a temblar. Todo se oscurece y las hojas se arremolinan, la humedad alcanza su grado máximo, aunque una brisa suave pero firme disipa el pesado calor que hasta entonces dominaba el ambiente. Para cuando estalla todo el cielo parece empeñarse en bajar a la calle, en bajar y en subir, el viento ruge y juega con la lluvia obligándola a subir en lugar de bajar como está acostumbrada, justo cuando está a punto de tocar el suelo. La calle desaparece bajo una capa de agua que corre buscando los rincones y se esconde debajo de las baldosas que en Buenos Aires bailan y se balancean escodiendo bajo su lisa superficie un depósito sorpresa que, una vez que el cielo está limpio y las calles secas, sale traicionero para manchar de barro y humo los bajos de los pies más despistados. Una vez que ha terminado la ciudad recupera su luz y el calor húmedo que se vuelve a acumular hasta el próximo estallido de furia.
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