Así que compré el billete, hice la maleta y, sin mirar atras, tomé el camino del puerto. El bote sale a las cuatro de la mañana, así que hay que levantarse sin luz, parar la primera moto que pase y con la mochila a la espalda cruzar la frontera hasta el puerto donde una barquita te cruza el río hasta Santa Rosa que ya es Perú. Allí, a la luz de las bombillas y dormido todavía sellas el pasaporte entregas tus maletas y te sientas en tu asiento. Es de noche así que en breve vuelves a caer dormido mientras poco a poco el cielo empieza a clarear. El viaje son unas 10 horas hasta Iquitos, el paisaje la selva, el río. Una repetición constante de agua, de verde y de cielo que acaba hipnotizando la mirada. Así andaba yo, medio dormido, como todo el barco, mirando plácidamente por la ventanilla cuando de pronto me sentí impulsado para el frente. Todo el mundo se quedó seco, mirándose entre soñoliento y curioso. Cuando miramos por la ventana vimos que estabamos parados en medio del río, a un lado la orilla estaba a muchos metros y por el otro lado... también. Los motores empezaron a sonar con fuerza, ahogándose, rugiendo, pero nada. El barco no se movió. Poco a poco iban surgiendo ideas distintas, había quien decía que todos a la proa para que la parte de atrás se levantara y pudiera salir, había quien decía que todos al río para empujar, pero claro eso costó mucho, costó que después de media hora no nos hubieramos movido ni un centímetro. Finalmente toda la tripulación masculina descendió, se arremangó los pantalones y empezamos a empujar el barco. Poco a poco lo sacamos de la isla en la que se había metido, algunos cayeron en pozas, otros fueron empapados por el barro que levantó las hélices del barco. Una vez que todo el mundo subió seguimos viaje a Iquitos.











