domingo, 14 de junio de 2009

Leticia

Dejé Bogotá oscuro y lluvioso, bien de mañana para coger el avión, camino a la selva. (ya llegan las fotos Jorge ya llegan). Para salir de allí obviamente el avión primero se hundió en las nubes, pero el vuelo es corto y cuando el comandante avisó que llegábamos, todos los rostros se dirigieron hacia las ventanillas. Debajo había un mar, pero un mar verde. Hasta donde uno podía ver el verde lo cubría todo. Era una sensación de infinito brutal que primero impresionaba y que luego te dejaba vencido. Allá abajo había un océano sobre la tierra, debajo de esa superficie acolchada de las copas de los árboles bullía un universo lleno de vida que se hundía y salía a la superficie de vez en cuando para respirar. Ya me veía buceando entre sus ramas respirando el aire por sus lianas, esquivando sus monos y sus mosquitos... En fin que dejé volar la imaginación mientras aterrizaba.
En Bogotá hacía fresco, chaqueta, pantalones vaqueros, un poco de lluvia. En el avión aire acondicionado. Fuera el calor me golpeó directamente en la cara. La sensación verde de la llegada disminuyó un poco al ver casas, gente, movimiento... en fin al sentir de nuevo la humanidad.
El aeropuerto de Leticia es pequeño y se va andando desde la pista a la calle. Después de pagar el impuesto de entrada salí y allí ya me estaba esperando César. Fuimos a casa de Blanca a dejar las cosas. Leticia seguía golpeando en la tela del pantalón, en la ropa de Bogotá, del altiplano. Agradecí dejar el exceso de peso, ponerme las sandalias y recuperar el tacto del aire en los pies. Huele a húmedo, las cosas no se secan, las heridas tampoco (porque son cosas obviamente). Aunque no se ve, hay todo un zoológico escondido que espera tan sólo a que caiga algo al suelo para acercarse lenta pero inexorablemente sobre ello. De pronto esas fueron mis primeras impresiones, pero me faltaba algo clave, el agua, el río, la vena que recorre todo ese infinito de verde que nos rodeaba y para ello fuimos a Brasil.







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