martes, 16 de junio de 2009

La selva: el verde infinito o ¿dónde coño dejé el mechero?

Así que no tardamos mucho en salir. Esa misma tarde, recién llegados, a coger las botas y a salir para la selva. Mi guía era kaju. Como la mayoría de la gente de Palmarí pertenecen a una raza nueva, mezcla de todos los indígenas de la selva con los blancos, amarillos, negros y rojos que han pasado por ahí. Su lengua el brasileño o el español criollo que domina por ahí, pero no pertenecen a ninguna de las comunidades indígenas de la zona. El plan era quedarse una noche en la selva y volver y lo cumplimos. Primero salimos con la barca, cruzamos una parte de río y llegamos a un punto de tierra firme del que salía un camino. Bueno así visto a primeras la selva parece un bosque normal, mucho árbol, mucho verde, pero ya. Uno realmente se da cuenta de que ha entrado en otro mundo a los cinco minutos, cuando mira hacia atrás y se da cuenta de que está perdido, de que no duraría ni cinco minutos sólo en la espesura. Poco a poco la humedad va calando las ropas, las botas de goma, los calzoncillos, las piernas embutidas en el pantalón vaquero se van quedando rígidas del peso de todo ese agua. Kajú iba a buen paso y yo podía seguirle bien, por lo menos durante las dos primeras horas, luego poco a poco notaba como iba quedándome un poco atrás. Al principio uno intenta reconocer los sitios que va pasando, quedarse con puntos de referencia, reconocer plantas o lugares del camino, al rato abandona la idea y se limita a seguir los pasos del guía que misteriosamente va eligiendo enter diferentes bifurcaciones con un criterio de otro mundo, lejano y misterioso. El sol ha desaparecido entre las copas de los árboles y uno pierde cualquier posibilidad de orientarse, de saber que dirección toman los pasos. Las gafas comienzan a empañarse y todo empieza a rebosar agua y humedad. De vez en cuando aparecen animales, pájaros sobre todo. Tú te das cuenta de que están ahí porque Kajú se para y señala con el dedo. Miras atontado, con la vista perdida sin saber siquiera lo que busca y hasta que se mueve o sigues el dedo que señala pegado a tu costado no descubres que allí, entre las ramas, hay un pájaro, un mono... La mayoría de las veces tan sólo lo escuchas su voz, piar, graznar o aullar y de pronto te vuelves sorprendido cuando lo escuchas junto a ti... No es el mono, es Kajú que lo está imitando, idéntico. Notas como el animal comienza a responder a su llamado. A veces lo hace con la boca, otras veces con cosas que encuetra por el camino. Él y todos los guías de Palmarí son una raza especial de hombres, perfectamente adaptados al medio. Cuando le pregunté cómo se llevaba la caza una vez que había matado un animal, le vi hacer una mochila de ramas en cinco minutos. Cuando fuimos a pescar caimanes le vi saltar por entre los troncos sobre el agua tirarse al agua y sacar entre las manos un caimán de un metro de largo. Con dos tipos de leña preparaba una fogata en medio de la humedad de la selva, aunque estuviera lloviendo. Andaba todo el día y no parecía cansarse. Cuando le pregunté si había escorpiones me dijo que sí, que a él le habían picado tres veces. Peor es la hormiga conga, mucho peor. Serpiente mamba, hormiga conga, las dos parecen hermanas, hijas del mismo nombre. Cuando llegamos al punto donde íbamos a dormir, despejó y montó el campamento en cuestión de minutos. Rápido, fácil, sin demasiado esfuerzo. Cuando al día siguiente seguimos camino tuvimos un contratiempo. Habíamos calculado mal el tiempo y teníamos que atajar para llegar antes de la noche a Palmarí. Ví como miraba más atento al camino, como dudaba entre un sitio y otro, como volvía sobre sus pasos y retomaba un nuevo camino. Os tengo que confesar que tuve un momento en el que el pánico me subía por la garganta, la selva pareció más grande, más oscura, toda la inmensidad que vi desde el avión se me cayó encima, me aplastó. Cerré la mente a esa idea y me dejé llevar por entre arbustos, árboles caídos, caminos abiertos a machete en el mismo momento y me entregué completamente a los ojos y las manos de Kajú. No paramos hasta llegar al camino que iba directo a Palmarí y sólo entonces me confesó que era un atajo que nadie sabe en la selva, sólo él y unos pocos más. El día anterior me había contado historias de gente perdida en la selva. Yo no alcancé a comprenderlas hasta que no sentí como las copas de los árboles se cernían sobre mi cabeza, amenazadoras... ¡Y sólo fueron dos horas! Me contó como él se había perdido tres veces en la selva. "La primera," me decía, "fue de pequeño, cuando tenía 18 o 19 años, con un amigo. Mi padre nos encontró a los dos días, pero yo lloraba como un niño, Vamos a morir." "Las otras dos fueron aún peores porque me perdí solo". Me contó como una vez, con su padre, encontraron a un hombre que había estado perdido una semana en la selva. Su ropa estaba hecha jirones de correr sin rumbo, gritaba como un loco y nada más estar a su lado cayó inconsciente. Andaba ya a cuatro patas, ni siquiera se podía tener en pie...
Los científicos dicen que el suelo de la selva es pobre, muy pobre. Cuando te lo dicen nada más no comprendes cómo es que todo ese verde sobrevive en un suelo así. Sólo cuando lo ves allí puedes comprender. La selva se fagocita a sí misma. Las termitas van comiendose los árboles vivos hasta que caen y desaparecen convertidos primero en corcho y luego en un barro con astillas, todo lo que está de pie o cae es devorado constantemente por algo a su lado, todo lucha por sobrevivir, por subir o expandirse y todo es vencido tarde o temprano en su lucha, comido por otro ser más pequeño, más hábil o más rápido. En la selva todo se renueva, nada se pierde.
Antes de anochecer montamos las hamacas con su mosquitera, una mosquitera infranqueable para los mosquitos, las termitas o cualquier otro bicho pequeño, los caimanes y los jaguares, por supuesto podrían haber entrado... pero no les interesamos para nada. Kajú en un momento dado se fue a por más leña, en ese momento vi venir hacia mi dos luces brillantes, naranjas que se movían de una forma misteriosa, muy curiosa, sinceramente parecía un fantasma, no podía reconocer nada en esos faros, en ese movimiento ondulante. Pasé un poco de miedo visceral, de ese que ni llega al cerebro, hasta que entró en el círculo de luz del fuego. Se trataba de una luciérnaga de la selva que se lanzó estilo banzai sobre el fuego naranja creyendo que había ligado y chisporroteó un rato. Tras ella vinieron más y algunas se quedaron a mi lado cansadas y chamucadas. Nunca he visto un bicho tan feo y bonito a la vez. Era como una cucaracha, pero sobre la espalda tenía dos ojos verdes brillantes que no parpadeaban sino que brillaban fijos, fulgurantes todo el tiempo. Cuando alzaba el vuelo encendía las luces de viaje naranjas, que de ser un poco más fuertes deslumbrarían. Vinieron y se quedaron media hora hasta que todas, una por una, fueron cayendo en el fuego, inmolándose por amor.
Por la mañana la mosquitera estaba llena y cuando digo llena quiero decir llena, cubierta de termitas. Todas en fila, habían creado una serie de carreteras por las que transitaban arriba y abajo buscando nosequequenoencontraban.
Cuando llegamos por fin a Palmarí yo ya había tenido bastante por esta vez. La selva asusta, no da miedo como un hayedo por la noche, no es a los monstruos o a los jaguares que le tienes miedo. Es al conjunto, a la masa de la selva, es como quedarse en una tabla en medio del océano. Llegar a Palmarí parecía llegar a algo cercano, a la civilización. Tomarse una cerveza y levantar los pies sobre una hamaca era un placer que recorría todo el cuerpo de arriba abajo. Quitarse los pantalones empapados de sudor y agua, dejar el cuerpo al alcance del sol para que lo secara y lo tratara con dulzura te reconciliaba con la madre naturaleza que hacía tan sólo unos minutos era un ser amenazante y despiadado dispuesto a acabar contigo en cuanto cedieras y te relajaras demasiado. ¿Podría yo vivir en la selva? Lo dudo, lo dudo mucho, pero sin embargo se entienden muchas cosas del ser humano. Su obsesión por dominar el entorno, por humanizarlo y adaptarlo a sus necesidades, por evitar los miedos y los peligros que encierra, por aplacar su ira y su venganza personificándolo y dándole nombre y cara. Kajú me contó una historia curiosa que en otro contexto me hubiera parecido un cuento chino. Me habló de la crupira, la madre de la selva. Unos seres peludos y pequeños que viven entre los árboles. Cuando alguien no trata bien a la selva, corta más árboles de los que necesita o caza más de la cuenta, o simplemente cuando la crupira quiere juega con los humanos. Por la noche hace ruidos, mece la hamaca en la que duermen. Por el día los confunde, se hace pasar por el guía o el compañero que va delante y hace que te adentres en la espesura y después desaparece dejándote a tu destino para que mueras. Lo extraordinario vino cuando me dijo que él los había visto. "¿Cómo haces para salvarte?", le pregunté, "sólo se puede creer en ellos", me dijo, " no hay otra opción". Le miré a los ojos y no había ningún tipo de broma en ellos, tenía el mismo semblante que cuando me contaba como hacía para cazar tapires en los saladeros o cuando me contaba como había caucho para hacer goma y caucho dulce que se bebía, o como cuando me señalaba huellas en el camino que se me habían pasado desapercibidas y me relataba lo que había pasado ahí. Me alegré de no haberme tenido que encontrar con la crupira por la selva. Puede parecer una tontería, una sugestión del momento, pero en esa inmensidad uno se imagina que puede vivir cualquier cosa que el hombre no conozca, el hombre ahí sigue siendo un invitado un extraño que se mueve como si estuviera por su casa, pero que en realidad entra como elefante en cacharrería sin saber realmente lo que vive o se encuentra allí. Así me fui yo de allí, con la selva metida en los ojos y la piel. La vuelta a Leticia tuvo un efecto doble y contradictorio. Por un lado la tranquilidad de llegar a la humanidad, al ruido de las motos, a reconocer las esquinas y las calles, las tiendas, sentir la tranquilidad de tocar un billete en el bolsillo y saber que vale un café, poder hablar con el que te da comida e incluso negociar el precio. Por otro lado saber que la selva te rodea, que Leticia no es más que una isla rodeada de ese verde eterno. No te parece extraño que la gente acabe volviéndose loca cuando vive mucho tiempo aquí, que tenga que irse a otro sitio para descansar de la claustrofobia que en un momento de pánico se puede apoderar de ti.
Bueno, me parece que este es el post más largo que he hecho en todo el viaje, pero creo que merecía la pena. Cuando pueda pondré las fotos.

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Esto es saliendo de Palmarí


el inicio de la selva

uno de los fagocitddores de la selva.



Kajú llamando a los pájaros















esta planta de aquí la utilizaban aquí los indígenas para rallar la yuca, si aumentáis podréis ver porqué.


Esta es sólo una foto, y muy poco precisa de la cantidad de termitas que había por la mañana.




Ya sé que pareczo un iluminado, pero no fue intencionado, más bien fue algo así como la única foto que hizo Kajú... Bueno no le salió mal.

A la vuelta a Palmarí me encontré con el bebe leche, un monito que ama a la gente y se te cuelga encima y se puede quedar allí durante horas.






2 comentarios:

  1. Hola Rafa, esta lindo tu blog... las fotos muy buenas.... espero que pronto tengas colgadas las fotos que tomaste en tu viaje a Huaraz. Hay todo un mundo por descubrir....

    Alice

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  2. todo llegará, voy poquito a poquito y de momento ya he llegado a Perú que no es poco

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